jueves, 26 de enero de 2023

Charles Simic


 

El pasado 9 de enero se fue Charles Simic, gran poeta contemporáneo. Nació en Belgrado en 1938. Vivió sus primeros años bajo las bombas y entre cadáveres y escombros. Siendo adolescente se desplazó junto con su familia a los Estados Unidos, “Hitler fue nuestro agente de viajes”, solía decir. Mereció el premio Pulitzer en 1990 por su libro The world doesn’t end.  Amó la comida: “¿Quieres ser feliz?, ¡aprende a cocinar!”—y sostenía que la glotonería era la mejor prueba de la existencia del alma. Rafael Vargas lo tradujo admirablemente en la antología El sueño del alquimista, publicado por la UNAM. Jordi Doce fue otro de sus mejores traductores. Ambos palparon la vena de Simic, poeta de una imaginación clarividente ("la imagen sabe más"), de una afilada precisión expresiva y una socarrona filantropía ("la poesía sirve para mostrar a la gente su propia humanidad"); con su vasta obra generó una impagable deuda de felicidad en sus lectores y de pasada dio nuevo aliento a la poesía contemporánea. Inútilmente he tratado de imitarlo. 

Van tres versiones:


Carbón

Ángel desmembrado,

en tu corazón aún arde la tierra

y la luna todavía no se le ha desprendido,

he aquí el mensaje

que tu larga noche anuncia:

 

todo lo que mi ojo abarca en este instante,

este fuego, la mano ahuecada,

esta ventana, los árboles y más allá

tantas millas de nieve,

incluso este pensamiento, este poema,

todo será comprimido

en un grumo de tu sueño

hasta algún otro despertar.

 

 

 

Sandías

 

Budas verdes

en el puesto de frutas.

Comemos la sonrisa,

escupimos los dientes.

 

 

 La explicación parcial

 

Parece que ha pasado mucho tiempo

desde que el mesero me tomó la orden.

La nieve cae afuera

de la pequeña y mugrienta lonchería.

 

Parece que ha oscurecido

desde que oí por última vez la puerta de la cocina

a mis espaldas,

desde la última vez que noté

que alguien pasaba por la calle.

 

En la mesa que yo mismo

escogí al entrar,

un vaso de agua helada

me hace compañía

 

y el anhelo,

el increíble anhelo

de alcanzar a escuchar

la plática

de los cocineros.

 

 

—Versiones de J.A.

domingo, 3 de octubre de 2021

Prólogo a El vigor de los abismos / Todo el amor

 





Se puede entresacar del doble título de este libro doble la palabra amor y luego la palabra abismo, decir: amor a los abismos.  Ya adentrados por los pliegues del libro, podemos encontrar la palabra que sirve para anidar al pájaro, la palabra que sirve para quejarse del peligroso sin dolor. Y las más importantes, las palabras que sirven para decir lo que no se ha de decir, sino aludir en el poema —estas que ya no son sólo palabras, sino versos: contrapunto del saber decir y del saber guardar silencio.


*


Rita Vega y Juanita Conejero articulan los pliegues de este libro infrecuente, contrapuntístico. Ofrecen esta melodía doble, jánica. Caras de una moneda que gira en el aire y que caerá de los dos lados. Laderas de una montaña, cada una con su luz, con sus corrientes de aire y sus desfiladeros. Un libro así como el dios Jano, hecho de dos vertientes y de dos miradas, también de una voz dual.

 

*

 

Al entrelazamiento de más de una melodía, se conoce como contrapunto —nota contra nota—; para la música, como para el poema, la contrariedad no implica adversidad, sino diversidad armoniosa: polifonía —aspecto que comparte la música de la canción y del poema.     

 

*


En su escritura, Rita Vega celebra. En el doble sentido: festeja y lleva a cabo. Festeja la articulación de la alegría con el dolor y del dolor con la belleza. Lleva a cabo, es decir, conduce a su límite, la unción de las adversidades de la vida: “la ausencia de dolor es una forma de la muerte”.

 

 

 

*

 

Unir lo contrariado. No para disiparlo, sino para celebrarlo: llevarlo a su extremo, afirmarlo jovialmente. Esa, la jovialidad, es el signo de la poesía de Rita Vega. En sus propias palabras: “Su  experiencia, su límite /  suele dejar secuelas: / una obra de arte o un tiro en la frente.” Riesgo y poema, enfermedad y salud, dejan secuelas. De ahí lo memorable del poema, de ahí el daño irreparable que sufrirá lo enemistado con la vida.

 

*

 

Anticipaba el aire, el pájaro y el precipicio, para llegar al contrapunto de Juanita Conejero. Signo de la metamorfosis y de la libertad, el pájaro y su ámbito es invocado por la poeta “Hoy me siento gaviota y no temo/ a los hondos precipicios / que me amenazan”.  Aves que se elevan, pero también que se zambullen. Bandada acuática, poema múltiple, proteico.

 

 

*

 

Proteico es el mejor adjetivo que encuentro para el decir de Conejero; por ello es que aproxima y unce las aguas con los aires. Por eso el pájaro se vuelve flora submarina: “A veces soy como un alga marina / a la orilla del mar.” Por eso el alga se refleja en los ojos de un faisán y el faisán se vuelve ciudadano del océano. Del huevo al capullo, del pájaro a la mariposa. El rumbo de Conejero es la resurrección, la victoria invencible de lo vivo en su “eterna plenitud”. Ahí lo diminuto se acrecienta, la esclava se vuelve soberana: “Todo es mío y nada tengo/ nada es mío y todo me pertenece”.

 


*

 

Si el poema de Vega es terrestre e inflamable, el de Conejero es aéreo y marítimo. Comparten el ardor, brindan con el oceánico vino del poema. Podría saludar Juanita Conejero a Rita Vega:  “Pareces de otra era de una llama sostenida / creada por el viento”.  Podría sonreír, con su sonrisa inteligente Rita Vega y celebrar el contrapunto de este libro: “el estar juntos / nos devuelve una marea exacta de minutos y / la confidencia leve de los siglos”. Podríamos saludarlas doblemente, atender a este contrapunto espléndido de la palabra y el silencio, a este llamado doble del poema.

 

*

 

Si un prólogo es una invitación a la lectura, al prologuista corresponde dar la bienvenida a los recién llegados, decir el por aquí, qué bueno que llegaron, preparen los oídos, ambos, y las ambas también copas de vino. Dejen sonar la confidencia y el oleaje, dejen que los oriente el llamado del aire, el amor al abismo.  


(Prologo al poemario de Rita Vega Baeza y Juanita Conejero, El vigor de los abismos/ Todo el amor. Zacatecas: Texere, 2018. )

viernes, 3 de septiembre de 2021

 

Pelos de la nariz llenos de polvo

 

 

Comentario a Y el verbo se hizo polvo, de David Castañeda IZC/ Policromía, 75 pp.

 

 

Se suele esperar un buen tiempo para leer lo que uno quiere. Para que se tarde menos en llegar, a veces hay que escribirlo; pero con un poco de suerte, nos encontramos con personas inquietas que se nos adelantan.  Hablo por mí. No sé cuántos años esperé para poder leer un poema en el que aparecieran los pelos de la nariz. Y llegó a mí en  Y el verbo se hizo polvo, de David Castañeda. En el poema «Remolinos» aparece: «El polvo se pega a los ojos, / al cabello/  y a los pelos de la nariz // Aquí no hay nada / solo una bola de chamacos / persiguiendo remolinos / en el llano. // Su pelo, su nariz y sus ojos / también van pegados al polvo. // Con las manos levantadas/ corren hacia la nada que los trajo, / al viento que los lleva. » 

 

Los ahora poéticos pelos de la nariz. El polvo pegajoso, el remolino.  La nadería, el viento. El calor.  Su estampa, su estampilla pegajosa, como los timbres postales, esos que nos dejan la lengua resentida y espesa. Lleno de elementos terrestres, corporales, de las calamidades de existir, está poblado el libro de Castañeda, cuyo título toma el bíblico y el verbo se hizo carne, para mostrar de manera fatalista el sino humano. 

 

Para nosotros, entendidos en el asunto de la sequía, el libro no es un remanso ni una evasión literaria. La sequía es aquí una metáfora del estado de necesidad, de un atolladero, de la condición humana. Lo hace con una clarividencia descarnada, poniendo en paralelo el tono bíblico y su encarnación en el terregal al que estamos confinados, luego de haber cometido el involuntario pecado de haber nacido. 

 

Emparentado con la tradición rulfiana del habla rural, o más bien telúrica, Castañeda se ha propuesto y ha logrado erigir un microcosmos, un desolado mundo (o mundillo) al tiempo sencillo y terrible, infantil y antediluviano, grave y sarcástico. Se trata en mi opinión de un notable logro literario, encomiable por dos razones: la primera porque logra unir el modo del discurso con el espinoso escrutinio de lo humano. Si es que aún podemos entender lo humano en su desnudez, en su pobreza bíblica, en su desesperanza.  La segunda porque se trata de su primer libro, en el que su discurso muestra una cohesión infrecuente ente elementos antagónicos, articulando un tono al mismo tiempo grave y socarrón; breve y rotundo.

 

Otra de las virtudes de la escritura de Castañeda en este libro es, como ya dije, la recuperación del habla y de la cadencia entrecortada y seca del semidesierto. Es remarcable además que a contrapelo de los usos recientes, no renuncia a las marcar de origen, sino que las acentúa, incorporando su espesor semántico al poema. El efecto se disemina en la lectura, de manera que nos deja ver que por debajo o por encima de nuestro timeline, la fábula (o parábola) de Y el verbo  permanece el illo tempore de la condición humana, el tiempo de la sequía, o del estiaje, sucede y sigue sucediendo. A pesar, insisto, de todo aquello que minuciosamente soslayamos en este hiperespacio al que hemos trasladado nuestras existencias.

 

Lo escatológico es el conjunto de creencias sobre el destino y sobre lo que hay después de esta vida, también indica el uso de voces relativas a lo excrementicio, David Castañeda logra edificar una escatología genuinamente literaria, poniendo a Dios al servicio de la literatura y no al revés, poniendo lo excrementicio al servicio de la literatura y no al revés. No al revés, al contrario de aquella tentación en la que constantemente recaemos.

 

Javier Acosta.- 1º de junio de 2016.

 



jueves, 2 de septiembre de 2021

 Aquí se puede encontrar una semblanza e información sobre Javier Acosta






Una caída a plomo desde el muro

 


 

Una caída a plomo desde el muro

 

 

Comentario a Pabellón Alesi, de Santiago Matías,

premio de poesía “Laura Méndez de Cuenca”.

Gobierno del Estado de México, 2020; 92 pp.

 

 

La estructura de todo libro es una cruz de altura y horizonte. Al pasar de una página a otra se construye el plano horizontal. Al contrario, la lectura de cada página implica internarse por el eje vertical. Cuando es determinada por el verso, la horizontal es cortada a plomo; nos hace descender como una piedra en un pozo —o como un cuerpo desde altas paredes. Cuando se trata del movimiento del poema, de la conciencia y del espíritu, dicha caída merece el nombre de Catábasis —descenso a lo profundo. Sin embargo, en el poema, caer es profundizar. Esa es la implicación del «instante poético» de Bachelard, eso que llama «metafísica concreta»: una súbita toma de conciencia, un caer en cuenta —repentino, erizante— que llamamos poesía.

Al leer —y releer— Pabellón Alesi me venía a la mente esta simbólica de la catábasis, descensus ad inferos que a veces hace posible la escritura. Caída súbita, peregrinaje en vertical desde lo alto de un muro, quizá de piedra, quizá hecho de palabras. Por ello arquitectura, por ello altura y precipicio.

 

 

*

 

El libro de Santiago Matías se compone de cinco secciones, antecedidas por un “Atrio”, sugiriendo la entrada a un espacio arquitectónico; como si la naturaleza diacrónica del libro fuera modificada por las determinaciones del espacio y su régimen sincrónico. Como el atrio de una casa, de un hospital o de un templo, se está ahí en una especie de intimidad a la intemperie que anega el interior del libro. En este patio de entrada se encuentra otro elemento arquitectónico, el Muro Torto, alta y sombría tapia romana. Arriba del muro —y ya cayendo— está Eros Alesi, poeta maldito, fugitivo y fugaz, adicto a las drogas, entregado a los brazos de su Mamá Morfina. Alesi, nos dice el autor, murió a los diecinueve años al arrojarse desde el Muro Torto, destino final para proscritos, prostitutas y suicidas. Eros Alesi se arrojó desde lo alto del Muro a los diecinueve años para encontrar así, en el acto, destino para su sepulcro; como quien se precipita de cabeza hacia su propia tumba. El suceso de la caída de Alesi se despliega en el resto del libro, como si fuera ese instante, esa verticalidad de plomo, el eje fatal y rector de la vida del poeta y de su Pabellón. Así, Santiago Matías une desde el inicio el fondo con la forma.

 

 

*

Imagen de la caída, desplome de una existencia. Vertical descendente: sincronía y desplome. Según el epígrafe de la primera sección —“Fábula rasa”—, tomado de unos versos de Alesi: “(Quién sabe! Después de tanta sangre coagulada / habré de caer en la máquina destructo-creativa del universo)”.

En el arte la forma engendra el contenido —algo así afirma Paz en su lúcida aproximación a Duchamp. Creo que el movimiento también puede venir desde el otro extremo. Quizá nacen los dos al mismo tiempo, uno cae en el otro, sin que podamos determinar qué es yace en lo más alto, que es el depósito que aguarda en lo más bajo. Como pregunta la voz que interpela a Alesi en “Muro Torto”: “tú que en todas las nubes / y yo que en solo los reflejos/ tú que entraste volando / Alesi / Eros / dinos / dinos que pasa allá arriba.”

No sabremos que contestará el poeta suicida, pero el poema dice que sólo allá arriba se encuentra la requerida vertical para toda caída necesaria.    

 

 

*

 

Pleno en sus intertextos, el libro de Matías va sobreponiendo a Alesi otros perfiles, como el de Giorgio de Chirico, el de Cesare Pavese y el de José Carlos Becerra, que encuentran también, cada quien a su modo, fatalidad vertical en el espacio italiano —De Chirico en Roma, Pavese en Turín, Becerra en Brindisi. También se van sobreponiendo múltiples ecos de manera espacial, arquitectónica, la cámara de la mente, por ejemplo, en el “Diagnóstico de la hormiga”, en que se alude al otro edificio, el psiquiátrico, en que fue internado a la fuerza Alesi: “No distingo si esto es un recuerdo/ o un síntoma / ¿cómo llegué aquí?/ ¿qué es esta insuficiencia, esta coloración baldía?// Dan ganas de enfilar el salto/ de abolir el lenguaje con las células de otro nuevo / ser”. Aquí, como en otros poemas, se realiza la sincronía que señala Bachelard: ya desde el hospital, Alesi está en lo alto del muro, ya en lo alto del muro está cayendo.

          El autor se mueve en un complejo entramo intertextual, resolviéndolo con claridad en la idea y precisión en el aliento. Como si fuera él mismo uno de los pájaros de vidrio que atraviesan las varias habitaciones de su pabellón.

 

Un pájaro de vidrio

un frasco de clonazepam

una vieja cuchara de zinc

una geoda

 

Entre todas ellas

las virutas

los restos de mi nombre (…)

 

 

*

 

Si hay una caída, hay también un movimiento ascendente, una Anábasis. La elevación en Pabellón Alesi está simbolizada por los garfios —las mismas palabras-garfio de José Carlos Becerra. Los afilados ganchos de la forma con que el autor erige el libro. Así los soliloquios, el fragmentado (y farmacológico) discurso mental, las estampas de viaje, son distintos recursos que conducen a la misma perspectiva descendete, como si fuera todo el libro una especie de caleidoscopio abisal.

¿Qué hay en la altura? ¿Qué hay en la caída? Restos del nombre. Nada sino los nombres nos llevan tan arriba, nos empujan y nos hacen caer. Los restos del poema son nombres ya desechos, caídos uno a uno en el vacío. Al pie del alto Muro Torto no queda ningún cuerpo, solo pedacería. Palabras estrelladas contra el fondo sin fondo de la página. Pabellón Alesi de Santiago Matías realiza con sobriedad y tensión esta catábasis del verso en que se puede realizar la altura del poema.    

 

 

—Javier Acosta.

Abril de 2020.

(Publicado en Luvina en 2021)

domingo, 13 de mayo de 2018

El juego cruel de Giampiero Bucci

El juego cruel

y la muy inquietante belleza de la guerra

 

 

i. El juego, la guerra, lo virtual

 

El juego cruel, es una selección de poemas que abordan el asunto de la guerra, reunidos y traducidos  por Giampiero Bucci, acompañados con obra gráfica del pintor Alfonso López Monreal (uanl, 2017). El libro alude desde luego a la guerra, pero recuerda que detrás de ella hay un impulso, un ímpetu atávico, del cual el mismo juego es una forma de representación.  En efecto, el juego ­(entendido como actividad lúdica) nos puede hacer experimentar las emociones de la guerra, sin necesidad de asumir algunos de sus altos costos. Experimentar el riesgo, la táctica y la estrategia, asumir alternada o simultáneamente los roles de la presa y del depredador, a los que imitamos con gusto, y de cuya imitación somos producto como especie. El ajedrez o el futbol, el piedra papel o tijera o el Call of duty, nos hacen explorar de manera virtual el viejo epos. El relato de la conflagración, de la victoria (para la cual los griegos tenían una diosa, Niké), de la derrota (para la que no tenían otro dios que el destino) y de su inevitable mezcla. El enfrentamiento de los dos reyes, el negro y el blanco, que hacen avanzar sus peones y sus caballos de manera silenciosa y plástica, custodiados por un par de torres,  confiados en el recurso de sus pasadizos secretos. Dispuestos a sacrificar al diagonal obispo y a la irrestricta reina, en una partida en la que regularmente los reyes se van quedando solos, diezmada la infantería y abatido el caballo, y apenas quedan un par de piezas, mientras el tablero se vuelve más grande y la palabra tablas se cierne sobre ambos, como una consuelo aún más insatisfactorio --por desabrido e insípido-- que la derrota. En el ajedrez impera la precaución y la razón, en otros juegos el azar introduce el componente de la desgracia injustificada o del benéfico azar --el poste salvador, el gol en propia meta, la mano de Dios. En todos estos juegos observamos de soslayo la catástrofe, sufriéndola y gozándola por la mera afición al polemos, al enfrentamiento y a la anticipación de la supremacía.



ii. La belleza, la guerra y la mano de Ulises

 

La belleza y la guerra han estado unidas. Además de verse reflejado en el mito y en la historia del poema, tiene un correlato pictórico, en la representación de Venus y Marte, Afrodita y Ares; de la misma manera que en griego apenas un fonema separa a Eros (el amor) de la Eris (la discordia). El mismo nacimiento de Afrodita es esclarecido por Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro como fruto de la eris, del crimen del hijo contra el padre. De la sangre de Urano, el cielo, surgen las Erinias, del semen, la afrodisiaca hermosura de Venus. Que la guerra es una de las fuentes de la poesía lo sabemos bien los mexicanos, aficionados al corrido y a las novelas e imágenes de nuestras revoluciones. También lo sabía Homero cuando decide cantar el terrible y formidable sitio de Troya (causado por cierto por la belleza irresistible de una reina y recuperada gracias al obsequioso movimiento de un caballo). Un personaje de la Ilíada, Ulises, que primero fingió demencia para no ir a la guerra, levantó la mano cuando el resto de los combatientes griegos, convencidos de la necedad de la guerra, se disponían a deponer las armas y regresar a casa, les dijo algo así como, ¿pero compañeros, qué va decir de nosotros la eternidad? ¿Que no se dan cuenta que de esto depende que se escriba la Ilíada?

 

 

iii. El juego cruel

 

La estupenda colección de poemas sobre la guerra que ofrece Giampiero Bucci, reúne poemas de tiempo y tradiciones dispares. Comienza con Homero, pero ofrece también magníficos ejemplares de Yeats o incursiones chinescas de Pound. Poemas de Eluard y Eliot, Ungaretti y otros. Mientras lo leía edificaba mi propia antología, a la cabeza de la cual está un poema recogido por Keene en su breviario sobre la literatura japonesa. Se trata del poema de un guerrero la víspera de la batalla. ¿La luna llena/ hay quien no escriba / poemas esta noche? El poema es bello no sólo por sí mismo, si hacemos caso a Keene y a Trías. Lo embellece la luz de una escena que se ha dejado fuera: la del campo de batalla al día siguiente, que se proyecta ominoso sobre un suspiro de tres entrecortados versos. La belleza es siempre soslayada por lo visible. Tampoco la nieve, ni la flor, ni el rocío, ni la vida humana son dignos de admirarse solo por la blancura o la delicadeza de los pétalos, sino porque están sometidos a la demolición, la que produce el tiempo, la que produce el depredador o el cambio de fortuna La violencia es la vida, la aniquilación su resultado, escribió otro italiano, Giorgio Colli. La belleza despierta el eros porque suspende la discordia. La guerra es bella cuando ha podido ser cantada, es decir, cuando despierta en nosotros el deseo de escuchar; cuando Marte ha caído en los brazos de Venus. Por sí mismo nada es bello, ni la flor, ni el rocío, ni el campo de batalla, ni siquiera la guerra, ni la paz; nada, salvo cuando está sitiado por aquello que lo destruirá, el tiempo o el relato; nada, salvo cuando el trazo ha despertado en nosotros el deseo de mirar, cuando el poema ha despertado en nosotros el deseo de escuchar.

 

Para terminar, una magnífica muestra del libro, encarnado en el poema de Simónides que nos recuerda la terrible y hermosa historia que vimos en el cine con el título de Los 300.

 

Bella la muerte, gloriosa la suerte

de los caídos en las Termópilas.

Su tumba es un altar;

su recuerdo, alabanza y llanto.

Un sudario que no destruirán ni el moho

ni el tiempo que todo lo devora.

Bajo la piedra de estos héroes

vive la gloria de Grecia.

Nos lo dice Leónidas de Esparta

ejemplo de valor y fama que no muere.










a veces puedo
ya no escribir
y pienso




lunes, 28 de marzo de 2016

De cuerpo presente



Comentario a De cuerpo presente, poemario de Raúl García




a)

Vean lo que dice Emil Cioran:

Si el universo desapareciese, nada se perdería, puesto que, en suma, el lenguaje lo reemplazaría. Si una palabra, una simple palabra sobreviviese a un cataclismo general, ella desafiaría la nada. Eso nos parece la conclusión que el poema implica y exige.

Hay pocos pensadores tan persuasivos como Cioran, maestro del pesimismo. Es persuasivo, pero también es un intérprete de la persuasión. Los griegos le llamaban peithó a la persuasión que produce el arte. En este caso, el poema. Aunque también Cioran defiende un efecto parecido para la música; por ejemplo la de Bach, que desafía nuestra convicción de la  inexistencia de Dios. No es que Dios surja de la música, como una bacteria en un caldo de cultivo. No es que el poema pueda sobrevivir a un cataclismo general. Sino que esa es la conclusión a que nos orilla la experiencia del poema. Nos sentimos persuadidos a decir que bien podríamos habitar un universo hecho nada más palabras, aunque todo lo demás faltara, ¿aún el cuerpo?

b)
Leo nuevamente el libro de Raúl García, este De cuerpo presente. Lo había leído ya para escribir la contraportada. El título es irónico. La expresión se aplica a la misa de difuntos. Cuando se celebra en presencia del cadáver. Aunque el difunto no puede estar ya nada más en sus restos mortales, inconmovible al llanto, a las oraciones, a la desesperanza de que reviva, el difunto se adentra en la nada. En esa nada que el poema, según Cioran, habrá de abolir. Como si el poema fuera el resto ya no mortal, sino viviente de todos los difuntos, y aún de todo lo existente. El poemario de Raúl invierte levemente el sentido de este cuerpo presente y nos hace percatarnos que en cierto modo somos predifuntos, y aún fantasmas de carne y hueso —vertebrados fantasmas—: conectándose así el discurso poético con una distinguida parentela de poetas —pienso de botepronto en las diversas sucesiones de difunto de Quevedo; o en el piensa que de algún modo ya estás muerto, de Borges—. En el primer poema, dedicado al abuelo del poeta, se invierte y amplia el sentido de esta mi primera intuición de lector: «Mi nariz ancha/ la propensión a la calvicie/ el infortunio de llegar y nacer// Todo te retribuiré / cuando la rama de mi nombre / esté cerca del pasto, y la tuya sea / cuna elevada de pichones hambrientos». El árbol genealógico, esa entidad intangible, virtual y omnipotente, se manifiesta en cada uno de nosotros, pues somos de la misma materia y corre por nosotros la misma savia. Aún más, nuestra nariz es un residuo, una reliquia o una joya de la familia, aunque sea una joya ancha o ganchuda o de chile bola. Como si nuestro cuerpo fuera el museo y en —cierto modo— el mausoleo de nuestros antepasados, que anidan en nosotros; así como anidarán alguna vez en nuestro cuerpo los gusanos.

b)
De cuerpo presente pertenece a la ralea de la escritura híbrida, es decir, el poemario convive la prosa y el poema, con-fundiéndose. La clave no está en la prosodia, aunque en ella asoma la cabeza. Más bien tiene que ver con la hibridación de los modos del discurso: entre el discurso analógico (que compara y extrapola, es decir, desvía del recto sentido) y el dialéctico (que enfrenta y supera, es decir, endereza el sentido). Esta operación constituye una de las singularidades de la hechura del libro, y de ella se desprenden sus riesgos y sus riquezas. La voluntad de hibridación se manifiesta de diversos modos, entre otros, uno por el que especialmente me siento atraído, se trata de la construcción oriental llamada haibun, que emparenta también a Raúl con la estética oriental, sin la necesidad de caer en el orientalismo (como ciertos decadentes autores, incluido el que esto escribe). Así como está Basho presente en los siete haibun, si le tomáramos una radiografía al libro podríamos ver la calcinada osamenta de López Velarde, o el DNA lexical de Borges y otras presencias (por ejemplo Machado y Lope de Vega) que aparecen en la fisonomía del libro. El poemario es así también un árbol genealógico; hospitalarios con sus antecesores antecesores, problematizando su presencia, es decir, reinventándola.  Sigue y consigue el propósito de inventar a sus precursores, para emplear otra vez una expresión célebre y luminosa.


c) Poética forense

La poética que Raúl García pone a prueba en este su primer libro, nos da muestra de una variedad de recursos infrecuente. También podemos decir que es corporal y descarnada. Corporal en el tema, descarnada en el tratamiento. Descarnada, como si tuviéramos en este poemario la oportunidad de ir a consulta con nuestro médico forense. El resultado es entonces la experiencia de un lírico sarcasmo. Es decir, de un verso que con tenaz circunspección nos despelleja, nos deja como en el humor cruel, o como las caídas de la bicicleta, en carne viva. Ya está entonces, facilitado el (mi) vicio clasificatorio: poética de la desolladura, decantación mestiza.   
Una última observación sobre la vocación forense del poema, para entenderlo en concordancia con Emil Cioran y con Raúl García: alimento la reciente convicción de que la poesía toma sus materiales verbales —su pasión y su forma, su pathos y su eidos—, de nuestra vida póstuma. Es decir, que surge de la posibilidad de expresar, fatal y triunfalmente, aquello que podríamos decir si ya después de muertos, pudiéramos volver a experimentar y a decir lo que ahora nítidamente vivimos y vágamente articulamos. El poeta no escribe para la posteridad en el sentido de la fama, ni para la crítica de los próximos 200 años, como porfiaba Joyce. El poeta escribe, sin saberlo, para que su pasión siga latiendo en el estetoscopio del forense, insubordinado inútilmente a la nada; de ahí la conclusión que en el lector el poema implica y exige.


Raúl García, De cuerpo presente. Zacatecas: Policromía, 2015.




Javier Acosta, Domingo de Resurrección de 2016.